— Buenas tardes amables pasajeros, tengo 33 años y estoy muriendo de cáncer —dice levantándose su playera roja— llevo tres días sin comer y aún no he podido tomar agua, donde vivo no hay agua.
Golpea su vientre con la palma de la mano. Suena al sonido de los huesos, sin piel, que chocan bélicos y vencidos por la lucha por la vida. Su torso es una marimba con pellejo sucio. Las escaras de la mugre se confunden con los tonos marrones de una epidermis enferma.
Son las 2:30 pm. y el metro se mueve llevando a cada usuario a su porvenir, pareciera que existe una estación destino cual dulce envoltura de la cotidianidad de todos los que habitan ésta ciudad de sueños despejados y de la desesperanza.
— Próxima estación: Colegio Militar.
Se escucha por la bocina de los nuevos trenes. Estos vagones de calidad de importación [son franceses y españoles] llevan en sus costillas de metal a estudiantes, abuelitos, amas de casa y alguno que otro valiente que decide afrontar el reto de la rutina: desgastarse físicamente por unas cuantas monedas y venderse al mejor postor con tal de tragar.
— Si alguno de ustedes trae un bote con agua y ya no se la va a tomar, ¡no la tire! Con gusto yo puedo tomarla.
Las palabras caen de su boca con letras desiertas y desgastadas, secas. Tiene los labios blancos y la saliva espesa. Se recoge su larga cabellera con la mano sucia mientras con la otra se abraza a un tubo de en medio del vagón.
— La verdad yo no sé robar. Lo he intentado y lo único que he podido hurtar son las palabras que me mantienen vivo— entreteje aire en su pecho y alza la voz— esas palabras no son mías, son los cristales opacos y traslucidos que alguien con mejor cabeza dejó caer sobre una hoja en blanco.
Recita:
“Igual que los cangrejos heridos
que dejan sus propias tenazas sobre la arena,
así me desprendo de mis deseos,
muerdo y corto mis brazos,
podo mis días,
derribo mi esperanza,
me arruino.
Estoy a punto de llorar.”
Lupita, una anciana con suaves vetas en la piel suspira y no le quita la vista de encima. Clarito se le ven los recuerdos agolpados en los ojos, a punto de estallar y reventar licuados con el dolor de una vida estéril, de sueños olvidados y deseos apagados en la soledad de su cuarto. Tuvo cuatro hijos que hoy no ven por ella. Tuvo cuatro hijos y jamás conoció un orgasmo.
Él se balancea de tubo en tubo, entre los asientos de crudo acero, limpiando con su vieja playera roja las huellas de todos los que pasan por ahí. Llega al extremo de un vagón.
— Próxima estación: Normal.
Se escucha por una bocina de los nuevos trenes.
Impone el sentimiento en su voz y recita:
“¿En dónde me perdí, en qué momento
vine a habitar mi casa,
tan parecido a mí que hasta mis hijos me toman por su
padre
y mi mujer me dice las palabras acostumbradas?”
Jaime sucumbe desparramado en su asiento. Hace años que no siente amor por su mujer, ya no le inspiran sus curvas ni sus grandes nalgas ni sus tetas abultadas, ahora caídas por la gravedad de aquella vida de rutina y costumbre apelmazada con las obligaciones que nunca quiso contraer. La existencia de sus dos hijos, de cinco y diez años, le recuerdan a diario el destierro de su más grande sueño: ser veterinario.
Día a día, Jaime, trabaja de obrero y rola turnos. Sabe que cuando trabaja en la noche su mujer abre la puerta y sus piernas a Carlitos, el hijo de 16 años de la vecina del nueve. A Jaime le vale madres, lo tolera porque con eso evita montar a su esposa.
— Próxima estación: San Cosme.
Se escucha por otra bocina de los nuevos trenes.
Pegado a la puerta, se amasa el sarro de los dientes dando forma a sus ideas. Recita fuerte y rítmico:
“Me recojo a pedazos,
a trechos en el basurero de la memoria,
y trato de reconstruirme,
de hacerme como mi imagen.
¡Ay, nada queda!
Se me caen de la mano los platos rotos,
las patas de las sillas, los calzones usados,
los huesos que desenterré
y los retratos en que se ven amores y fantasmas.
¡Apiádate de mí!
Quiero pedir piedad a alguien.
Voy a pedir perdón al primero que encuentre.
Soy una piedra que rueda
porque la noche está inclinada y o se le ve el fin.”
Heriberto se adhiere al piso del vagón y la memoria le hace ver como sus sueños se desmoronan, desgajándose cual yermo aplanado en una pared vieja de adoquines ocres humedecidos. Siente el peso de su falsa promesa, a sus años, no es alguien ni tiene nada que ofrecer, lo peor es que ni a él mismo. La envidia lo corroe lacerando su mullido cerebro. Siempre quiso hacer poesías como Sabines, tener muchos libros publicados y vivir de sus letras. En este día siente la L sobre su frente: va camino a un trabajo que necesita para pagar sus deudas, pero que nunca lo llenará.
Heriberto, se repliega en su interior buscando la razón por la cual su vida no es como siempre la soñó. Dejó la universidad, sigue siendo el mismo buey abrazado a la quimera de vivir del R&R. Pareciera que su vida es la eterna imposibilidad del ser. Quisiera hincarse y pedir perdón por algo que hizo y le ha acarreado tal karma. Siente la vacuidad en su sangre y desearía encontrar a Dios para pedirle una oportunidad de ser feliz, muy feliz; tanto como para sentir mariposas en su cuerpo. Está hasta el moco de ésta puta realidad de mierda. A veces ser autosuficiente lo sería todo. Ser escritor y llevar el pan a la mesa con el sudor de sus letras. Pero no, él no es alguien, parece el sueño loco del personaje de alguno de sus escritos:
— ¡Mierda! —dice aferrado al piso del tren que lo lleva a derrumbarse en su castillo de sal que él mismo inventó para huir de este mundo— ¡esta vida es una mierda!
— Próxima estación: Revolución.
Se escucha por otra bocina de los nuevos trenes.
Con su larga cabellera enredada a sus palabras, se deja caer en hinojos, retorciendo con fuerza su playera roja mientras una mueca de dolor asoma en su cara. Con voz apagada recita:
“Me duele el estómago y el alma
y todo mi cuerpo está esperando con miedo
que una mano bondadosa me eche una sábana encima.”
Comienza a babear cerca del piso. Heriberto se acerca. Lo ayuda a levantarse. Saca de su morral un envase con agua y lo deposita en las manos de aquel pobre canceroso que toma agua desesperado. Cierra la botella y con un gesto de amabilidad toma por el hombro a Heriberto:
— Gracias hermano —dice fuerte y claro— ¡bendito aquel que da de beber al sediento porque de él es el reino de los cielos!
Se aferra al pasamano y un suave resplandor ilumina su cara:
— Yo soy Jesús Cristo y he venido a traer un mensaje de amor. Ésta es la última venida del Señor. Yo soy aquel que te librará del tedio y del yugo de ti mismo – levanta la mano con el índice encendido en flama— por mí hablaron los profetas y trajeron el primer mensaje: “Ámense los unos a los otros como yo os he amado”.
— ¡Estás loco! —grita un fulano de tal escondido en el anonimato—.
— Yo soy Jesús Cristo y he venido a hacer la revolución, soy el hijo de Dios que comparte la pobreza de su pueblo: México. He venido a compartir el sufrimiento de los humildes por amor. Traigo el mensaje para el fin del mundo, el Apocalipsis ya está aquí, hoy y ahora. ¡Benditos los que vibran al ritmo del planeta! ¡Bendito mi pueblo! ¡Benditos los mexicanos!
— ¡Crucifíquenle! —vocifera el mismo fulano—.
— ¡Bendito el que reniega del Señor porque ejerce su libre albedrío! ¡De él es el reino de Dios! La razón es el arma más poderosa y la bondad adelgaza las dificultades. Por eso estoy en México, nací en este hermoso país porque en el hay gente buena y llena de gozo: ángeles caídos, fénix resucitados de sus cenizas. Nací mexicano de tierras llanas y bajíos, de serpientes sierra y águila en su nido. Vengo del agua a traer un nuevo evangelio: ama a un hermano o hermana como a ti mismo, sólo por un día y al día siguiente has igual. Comparte el pan, ama los defectos de aquel que viaja a tu lado por los senderos de la vida.
— Próxima estación: Hidalgo.
Se escucha por aquella bocina de los nuevos trenes.
— ¡Crucifíquenle! ¡Póngale su corona de espinas!
— ¡Ya cállate cabrón! —grita emputadísima una señora— si se cree Dios cuál es el pedo, no te hace ningún mal.
— ¡Crucifíquenle y píquenle el costado!
— ¡Qué cierres el hocico! —dice una abuelita con las lágrimas vivas en los ojos—.
— Mamá, ¿él es Dios? —susurra una niña— ¿por qué no está en la iglesia?
— Porque Dios está en todas partes.
— ¡Voy! Hasta en el metro —arremeda la niña en tono de sorpresa rosa como su vestido—.
— Soy Jesús Cristo y estoy muriendo de cáncer, vivo en un registro de luz de la Alameda Central. Dejo que los niños vengan a mí. Ahí nunca hay nada, ni comida ni agua, sólo amor. Soy Jesús Cristo, mexicano de nacimiento y estoy muriendo de cáncer, siento que mi estómago desaparece, mi cuerpo espera con miedo el momento de mi pasión.
Abre los brazos en señal de su cruci - ficción mientras el fulano de tal se acerca vestido de blanco y sin más le arrea una bola de chingadazos mientras grita: “¡Cállate, cabrón, cállate!”. Unos muchachos se unen al fulano de tal y entre puñetazos y patadas. Lo bañan en sangre.
— Próxima estación: Bellas Artes.
Se escucha como una llamada desde el cielo.
— ¡Déjenlo! ¡Déjenlo! —desesperadas varias mujeres gritan— ¡lo van a matar!
— Llegó el Apocalipsis, el fin del mundo… Yo soy Jesús Cristo— levanta la voz desesperado sin cubrir su cuerpo—.
Heriberto abre los ojos y se da cuenta que Jesús Cristo con su envase de agua baja del vagón para desaparecer entre la multitud. El metro arranca. Pensativo se dice:
— Me cae que cada quien lleva su Apocalipsis en la cabeza. ¡Qué pendejo tenía que bajar en Bellas Artes!
Sonríe. Al menos ya sacó tema para “La cucharita del crack”