
Muchos dirían con el afán de llegar a tu corazón: "¿Cuántos libros y poemas he leído mientras he pensado en ti?". Yo no podría montar mis sentimientos sobre un espejismo cruel, sobre la cursilería de algún desconocido; yo no podría. Y es que las argucias para enamorar suelen ser irritables, atentan contra la inteligencia, salvo que pequen de astutas y se filtren con cuidado en la realidad: no hay mejor manera de entrar en las piernas de una mujer que sólo abriendo primero las puertas de su mente. Luego hasta se puede caer en la retórica de aquellas; las divinas ridículas, las amorosas, las atesoradas en la caja de las falacias, las hundidas en el eterno pendejismo de la querencia. Claro, si sólo son palabras de amor que endulzan los sentidos y recorren abiertamente el piélago de tu continente escondido, que agazapadas tras el inconsciente se convierten en el lazo invisible que nos une y en la cárcel de nuestro libre albedrío. ¡Qué no hablo de libertad! Siendo esa la paradoja del amor inteligente: sólo se es libre cuando en verdad se pertenece. Y en el rictus mismo del dolor se aprende el amor al otro, que perdido en sus convicciones y en su histéresis, jamás dejará de ser la otredad fundida en su propia entidad -si dejara de ser tu otredad, dejarías de amarle por ser otro diferente-. ¿Quién cambiaría su reino por una sonrisa si no es un idiota enamorado? ¿Quién recorrería en hinojos tus pies, sellando cada paso en tu existencia con un beso? ¿Cómo explicarías que se vaya la felicidad si no le tienes enfrente? Acaso es necesario sellar las promesas y hablar la misma lengua para entender la vaguedad de los sentimientos que vertidos en el cuerpo se convierten en una maravillosa sin razón y en el exquisito sin sentido -siempre me he preguntado por los sabores que olvidamos, por las nubes que limpiamos en el cielo con un ademán de tristeza o de desdén, por los orgasmos perdidos en este largo camino-. Tal vez sea que el amor es sutil, tanto que puede hacerse el desaparecido con un simple soplo emanado de tu boca cual palabra sanguinaria o puede ser aspirado tras el fuelle del oxígeno que nos mantiene vivos. A lo mejor y por eso es tan ridículo o tan estúpido o tan necesario o tan divino. Y es que el sentimiento es una prisión cargada en el pecho, es el lastre de nuestros bajos instintos, es la enfermedad misma; es la tierra prometida en el éxodo de la vida. Y no es de pensarse, es sólo de reconocerse y evocar los destellos de las evocaciones guardadas en la memoria de la piel, es de saberse los caminos prohibidos de tu deseo, es probarse en el deguste de tu cuerpo prendido, en la savia de tus entrañas y en el néctar de tus labios nido de parábolas y de algunas maldiciones... es probarse a uno mismo que se esta en el lugar y en el momento preciso. Puede ser que todo sólo sea compartirse, llenarse de entrega, de guardarse de todo mal, de comprar los boletos sin destino, de cargar con el equipaje de alguien más... ¡Y no hablo de alguien más! Hablo de ti que te olvidas de nosotros y te encierras en silencio. Hablo de ti, significado y significante, duermiente y vía, tren y viaje, de ti que cierras el equipaje bajo llave, que amaneces de buenas y te tiras la desgracia como la sal tras la espalda, dejando la sonrisa para mejor paraje... Hablo de ti miedosa irreverente que por miedo a pertenecer te escudas tras la puerta de lo no tan necesario, de aquello propio, del amor mesurado... ¿Quién me podría decir que al entrar en tu mente, y cruzar el umbral de tu entrepierna cambiaría mi vida? Por eso es que yo no he leído libros mientras pensaba en ti, sólo los usé para aprenderte, para saberte, para gozarte, para reconocerte si es que llegase a encontrarte. Y escondí las letras y los poemas de aquellos, para no insultar tu inteligencia, y para amarte sin palabras bellas, sólo con palabras mías...