
Anoche cavamos las entrañas de la tierra, las edades de mi vida y yo como un ente aparte. Cojimos las palas, arañamos el suelo en varios sentidos, levantamos polvo sobre polvo, desenterramos muertos -conocidos y olvidados, teñidos y abandonados-, sacamos piedras y precipicios, horadamos hasta salpicarnos de magma... y ni un rastro tuyo -nada-, ni el timbre de tu voz ni la fragancia de tu cuerpo ni las texturas de tu piélago: nada.
Por primera vez, extrañé tu luminiscencia prendiendo la noche de blanco, ningún día ha sido igual desde que hay un hueco en el firmamento, se ve ridículo: una oquedad en el espacio, y aunque está ahí teñida de negro, acompañada de cuerpos celestes, esa -la oquedad- no esta vacía. Conforme se apaga el sol en su infeliz día, llega la noche y con ella las aspiraciones que nacen de los corazones enamorados, de los torturados por su vientre abultado: preñados por las palabras de los amorosos, que si bien se arrastran en su soledad siguen escribiendo versos blancos del idilio, del corazón sangrante, del espejo vacuo, de la nostalgia de la otredad soñada, añorada -irremediablemente un cuarto o mitad de una naranja-. La paradoja: los abandonados y los ausentes aman -no sé qué- mientras los demás se aman...
Desde que desapareciste las noches no son las mismas, pero el amor no ha muerto, ahora es más oscuro es menos desviado, pero sigue intacto... ya no hay trenes que lleven directo al deseo, ya no hay vías camino a ninguna parte, ya no hay metáforas o hipérboles sembradas a lo largo del paisaje... sólo hay un hueco enorme en el manto estelar, tan lleno, repleto de vacío.
Parece que la locura se ha extinto, desde que tú no estás la vida es más cuerda, enmarcada en una incipiente lógica, que va de mano con un sólo destino: vivir. Antes, luchabamos por más, por sobrevivir a como de lugar, contra paradigmas y necedades, entablabamos la batalla contra nosotros mismos, mientras caíamos en partes: por el flanco izquierdo, las ideas; por el centro, los orgasmos; en la avanzada, las caricias convexas, derretidas, transmutadas, disueltas... en la retaguardia, el deseo, de tus palabras, de tus señuelos, oculto por ti, ¡el deseo!, aquel de desearte, el que hay en la vida misma.
Cuántas noches hay sin ti, miles de pensamientos y de palabras aplastadas por el olvido... Te he dibujado en mi mente, desnuda soñolienta, cubierta de seda, de encajes, de algodones, de nimbos plateados, húmeda, deseosa, de suaves tercipelos, de caricias bandidos, de orgasmos cuatreros -de esos que se roban a mitad de la noche-. ¡Cuánto pinche deseo! ¿Cuánto? Ya no lo sé, porque aún en el exceso no puedo dejar de pensar en la voluptuosidad de tu cuerpo blanco, de mapas trazados para tesoros escondidos... Desde que no estás las noches son demasiado largas...
Por eso, anoche cavamos las entrañas de la tierra, las edades de mi vida y yo como un ente aparte. Cojimos las palas, arañamos el suelo en varios sentidos, levantamos polvo sobre polvo, desenterramos muertos -conocidos y olvidados, teñidos y abandonados-, sacamos piedras y precipicios, horadamos hasta salpicarnos de magma... y ni un rastro tuyo -nada-, ni el timbre de tu voz ni la fragancia de tu cuerpo ni las texturas de tu piélago: nada. Y es esa nada la que me hace pensar que sólo te inventé en mi mente, luna fugaz, luna escapada, luna fría, luna ausente, luna apagada...Mi luna inventada