— ¡A la chingada! —grita Ego mientras se balancea peligrosamente en la orilla de la azotea de Palacio Nacional esa mañana fría del 31 de agosto. El viento sopla. Deshace el peinado y ondula la bandera del zócalo, la sacude al igual que las ideas del hombre de traje que está en la cornisa.
— ¡Somos muertos! —piensa Ego en el límite— ¡apestamos! Vivimos en la red del inframundo que se teje entre edificios y avenidas —la corbata le golpea la cara repetidas veces— somos muertos con hambre de nuestros restos. ¿Cuántos latidos formaron en miles de años esta ciudad dónde se cantaba a la libertad y a la belleza? ¿Quedó algún sollozo de la armonía? ¿Quién manipula las esperanzas de un pueblo en beneficio propio? No lo sé...
Por primera vez en este sexenio la vista del primer cuadro del Distrito Federal se le hace algo placentero. Justo encima del balcón presidencial la perspectiva es excelente, el sincretismo de lo prehispánico—colonial y lo urbano es una de las siete maravillas de la época postmoderna, se lo dicen la Catedral, el Templo Mayor y la punta de la Torre Latinoamericana que con grandes números le hace saber que son las diez de la mañana.
A esta hora debería de estar trabajando en la oficina sobre la redacción y contenido del informe presidencial, es un alivio no tener que disfrazar los problemas del México de los muertos, que como él, viven al día entre lamentos por la polución, la crisis y una situación extrema que en algunas partes de la provincia se deja sentir con levantamientos armados por el cúmulo de injusticias, hambre, opresión, miseria e intereses creados, deshumanizados.
Por eso estamos muertos— exclama dentro de sus divagaciones— hemos perdido la conciencia de exigir nuestros mínimos derechos en una “tierra bárbara”, como la denominó Kenneth Turner en el año de 1911. La espiral concéntrica de la historia está reproduciendo las causales de la primera revolución del siglo veinte pero con la influencia de las tendencias globalizadoras— el cuasi suicida se encabrita, la corbata le hace palmadas en las mejillas por el viento— según Turner los mexicanos comenzaríamos una lucha en favor de la democracia gracias al paternalismo de un gobierno que no tenía contrincante en las elecciones y se reelegía en una dictadura. El Pueblo de fin de milenio lucha contra una democracia unipartidista. A principios de 1900 se sufría una esclavitud física y gracias a la modernidad heredamos de la intervención norteamericana la dependencia económica, somos esclavos de los valores. Algo sigue constante: México tiene una Constitución y leyes justas pero una población ignorante de sus derechos.
Los clásicos curiosos se aglomeran frente a la entrada del edificio, observan con detenimiento a un tipo de traje oscuro que tratando de mantener el equilibrio hace aspavientos:
— ¡Un loco!— alguien grita.
— Está limpiando la fachada.
— ¡Qué güey eres, va a brincar!— comentan dos “aguacates” de cualquier secundaria pública.
— ¡Virgen de Guadalupe!— se persigna una abuelita.
Un policía militar corre hacia adentro para dar aviso mientras otros van con dirección a la puerta para evitar cualquier tipo de desmanes.
Ajeno a esto, Ego se abstrae aún más:
— Todo en esta vida se repite, es bueno luchar por nuestras garantías pero no con violencia. Lo último que necesita este país es una revolución armada. Desearía tener el ingenio de Kafka para mandar un aviso a mis conciudadanos: "Queridos compatriotas, pueden pasar a mi pequeño departamento ubicado en Antonio Caso número 91, colonia Tabacalera, por rifles que disparan corcho para luchar por los derechos de las personas que habitan en este territorio denominado Estados Unidos Mexicanos. ¡Unámonos por un México mejor! Entablemos la guerra ideológica contra la corrupción, la represión y el mal gobierno. Votemos por una alimentación y educación digna. Nota: Algunos rifles necesitan aceitarse”.
¿Cuál es la ubicación del punto donde coinciden lo imposible y lo creíble?— se cuestiona ante la vista de una ciudad de muertos, frente a las ruinas de un pasado común— ¿No es cierto que la tierra es la misma para todos?, ¿no lloran los nopales por la desigualdad en el islote?, ¿se nos ha olvidado que provenimos de un sólo grano de maíz y que nos aulló el mismo coyote para despertar a la vida entre cantos de libertad? Mi memorando no obtendría respuesta. ¡No existe la unión!, por esa razón fuimos conquistados y seguiremos sometidos a un yugo, ¡por eso estamos muertos!— vitupera exaltado— no hay conciencia, ni de lo que somos, ni de donde venimos... ¿Algún tiempo pasado fue mejor?— se calma— peor aún ¿existe un futuro prometedor para la ciudad más poblada del planeta?
Una nube oscura baja tranquila, serena, llena de gases tóxicos como para hacerle regresar el sentido común. Siente el vértigo y sus manos sudan frías ante la inconsciencia de este acto: nunca pensó en brincar desde Palacio Nacional, no tiene un motivo o pliego petitorio alguno. La nube se desplaza y los números rojos del reloj Seiko marcan las once menos tres. Una sensación extraña le recorre y por un momento se atrofia la kinestecia, olvida dónde está cada uno de sus miembros sólo existe la fuerza con la que intenta sujetarse de algún lado, cree que la gravedad se lo traga y una parte en su interior se dispara al infinito:
— ¡Va a caer!— ese grito detiene el fenómeno extrasensorial del cual estaba siendo objeto y se da cuenta de la muchedumbre que se ha juntado para verle saltar.
Varios elementos de la policía militar están detrás, sobre la azotea, dentro de sus cavilaciones ha ido descendiendo unas decenas de centímetros hasta colocarse a una mano del balcón presidencial, de donde intentan cogerle para evitar la de ocho en los diarios justo antes del informe. Ego esquiva los brazos y grita:
— ¡Déjenme tranquilo, sino brinco!— trata de mostrar cordura ante la situación.
— ¿Qué desea? Baje de ahí y se atenderán sus peticiones— una voz surge del hueco de la fachada mientras las ventanas del recinto son ocupadas para intentar convencerlo de no tirarse al vacío. Al ver la expectación de su causa viene a su mente el cuadro de una película de Resortes Resortín de la Resortera, Clavillazo, Capulina o Cantinflas, imagina la nota del día siguiente: "Emulando al hombre mosca se suicida desde el edificio de gobierno".
— Díganos qué es lo que quiere— es la misma voz. Lo cierto es que no ha pensado en nada en concreto, desearía tener alguna pena para dejarse caer y aunque nadie lo espera en casa, la soledad no es tan mala, siempre la ha disfrutado. Conoce de la vida los dolores, las alegrías, es lo que es gracias a sus decisiones. Por fin se le presenta la oportunidad de ser escuchado y no se le ocurre nada, paradójico.
— ¿Qué es lo que quiere?— repite la voz con un poco más de autoridad.
Se anima a manifestar:
— ¡Un México mejor!— responde automáticamente, vaya estupidez, pero es cierto, es lo único que desea.
— ¿Qué dijo?— cuestiona la voz sorprendida.
— Lo que oyó, un México mejor— ratifica.
— No lo entiendo. ¿A qué se refiere?
— A eso, al progreso constante de mi nación. A lo que debió de haber sucedido hace mucho tiempo desde que la Revolución estalló: la reestructuración y tecnificación del campo, no hay grandes países sin un campo productivo —la ciudad se aletarga en el sueño de siglos— una pluralidad real, elecciones limpias, la no reelección del partido. La libre expresión y el derecho a la información —la gente se desliza en la plaza principal, despacia, tranquila— justicia social para el trabajador, para el campesino. Vivienda y nivel de vida digno para cada uno de los mexicanos. Una educación actual, real que capacite por igual a los jóvenes de cualquier estrato social, que fomente el progreso y formadora de libre pensadores, críticos y analistas de su momento para beneficio de su país —el ruido de la gran urbe y los impulsos nerviosos le proyectan a la ciudad de los palacios llena de sueños— gobernantes que basen sus decisiones en el bien común y no en intereses creados. Una impartición ecuánime de la justicia. El fin de la impunidad. La creación de un sistema donde la seguridad social sea la base en la que residan los derechos humanos. ¡Sólo quiero un México mejor!
Sabe que sus peticiones no son más que una charla de café de un pseudo intelectual buscando un cambio.
— ¿Cuál es su nombre?— pregunta la voz.
— E...—tartamudea— Eg... Ego... Ego del Pueblo— asevera finalmente cuando una mano le jala la pierna rápidamente, pierde el equilibrio y se proyecta hacia la banqueta mientras piensa: ¿no llora la madre cuando sus hijos se mueren de hambre? ¿No clama el hombre en su desesperación para ser escuchado? Ante la evidencia ¿no son las cuestiones la fortaleza de un pueblo? ¿Cuántos latidos formaron esta nación? ¿Cuántos ríos de sangre? ¿No somos hijos del mismo grano de maíz? ¿No cantó el cenzontle para despertarnos entre himnos de libertad y esperanza? ¿Quién mueve los hilos de esta telaraña para beneficio propio?
— ¡Estamos muertos!— grita antes del impacto.
Los curiosos se arremolinan para ver el espectáculo, el cuerpo inerte sobre un charco de sangre.
— ¡Se mueve!
— Increíble pero se mueve. La policía militar lo recoge y lo traslada al hospital más cercano en calidad de detenido, aún está con vida.
Epílogo
— ¿Qué vamos a decir a los medios, Capitán?
— No sé, para empezar desconéctalo del oxígeno.
— Pero... eso es un asesinato.
— ¿Quieres que te encarcele por desobedecer órdenes de un superior?
— No— el soldado se aproxima, uno a uno, desconecta los tubos de respiración artificial. Ego con el último rasgo de conciencia flexiona su brazo y dice: ¡A la chingada!