Parece que se esconde muerto de miedo, pálido y desmembrado mientras escucha tus pasos retumbar en el pasillo, se vuelca en el mutismo de sus propias palabras -de aquellas que imagina y nunca pronuncia-. Se aprende el ir y venir de tu caderas, de izquierda a derecha, golpeteando dentro de tus pantalones ajustados, volcándose en tertulias de silencios rotos por el sonido que produce el roce de la tela sobre la piel.
Se agazapa y yace como si estuviera sepultado bajo mi piel en estado de alerta, se retuerce de imaginar tus pechos al descubierto -sopesados por la mano del hombre, retando a la ley de gravedad y de los años-. Se vuelca alienado por el aroma cautivo de tu sexo, de tu semblante frío, de la gélida separación, que hay de cuerpos, entre nosotros -si la distancia se cruzara con un estirar de brazos-.
Enredado se pronuncia hereje y blasfemo de las leyes divinas en espera de volverse serpiente y sorprenderte desnuda en el lecho -tu viejo tejedor de sueños-, grita desesperado y pide volverse ciego para recorrerte dando tumbos -como anélido entre la tierra para hacer su madriguera- y alimentarse del dulce elixir de tus entrañas. Se arrastra con la esperanza de cogerte desprevenida, de cogerte tierna y suavemente... Vive encaramado a mi osamenta y lo siento despacio, tranquilo, cauteloso, esperando el momento para caer de lleno sobre la espalda y recorrer cada centímetro del piélago que envuelve tu corazón y tus sentimientos -es un traidor de mierda que sólo me traiciona cuando te veo, cuando te huelo-.
El deseo repta bajo la piel, entregándose a su interminable ritual: esperar el momento oportuno para salir del capullo y florecer con la bestia de la lujuria entre tus piernas...