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lunes, 31 de marzo de 2008

La llantitos (de Egomanías y La llantitos)



A la generación que se le ha olvidado soñar
si no, se les han roto las alas
de tanto vivir

La ciudad no es la misma que recuerdo fue algún día o noche. Hemos cambiado. Todos juntos porque hasta los edificios no son los mismos, ni las calles, ni las avenidas. Parece como si alguien hubiese soplado el viento en otra dirección, se siente en la brisa que nos baña todas las mañanas y golpea sutilmente las ventanas para avisarnos la transformación. La ciudad no es la misma que recuerdo de hace algunos años. Este tiempo se llenó de historias chaladas... todo cambió.

Crecí en la calle hospedándome en cualquier rincón que la urbanidad abriese para mí, bajo una nube gris de contaminación taponadora de los sueños de niña que se supone debí tener; imágenes rosas plagadas de inocencia siempre añoradas, estampadas en los muros de algún registro de luz, o enredadas entre el pasto seco de algún jardín público mientras el hambre apretaba junto con las ideas de superación: una casa, comida todos los días, calor de hogar. Esa palabra nadie la conocía. Siempre creímos formaba una barrera entre ellos, su mundo y nosotros.

No conocí a mis padres. Mi clan eran todos aquellos que al cobijo de la noche nos acurrucábamos en camada, a veces compartía mi cama de piedra con el Pitirijas, la Role, el Caníbal, Pocas Pulgas nuestro perro y el Monstruo, un mastodonte de catorce años que se ensañaba con nosotros por ser más grande y tener más vicios.

Una noche todo cambió, cuando dormía sobre una banca alguien se arrejuntó a mi cuerpo para jalar el plástico que servía de cobija, exaltada me incorporé con lagañas en los ojos y a la defensiva:
— Órale, güey... o güeya. Era una niña bien vestida, con las lágrimas en los ojos y el cabello en espirales castaños. — No fue para tanto, si ni te he pegado. La congoja que proyectaba su alma desgarró mi pequeño cuerpo. — ¿Qué te pasa?
Esa noche ella no dijo nada, sólo la jalé para abrazarla... lloró todo la noche a la vez el frío citadino se apoderaba de nuestras almas.

Al amanecer nos despertó el ruido de los coches, las pisadas de la gente que corre que corre va a algún lado y una tremenda hambre porque el estómago de ella y el mío se comunicaban a voces como el diálogo que en la noche anterior no tuvimos.
— Tengo hambre —dijo con los ojos rojos e hinchados.
— Vaya si hablas y como hablas entiendes, ¡no tengo un quinto! – Me relamí mi cabello con la primera saliva de la mañana.
— Pero yo tengo hambre — replicó.
— ¿Y qué quieres que haga? Para comer hay que limpiar los parabrisas de los coches.
— Bueno— contestó afligida.
Corrimos a buscar en las bolsas de basura y en las orillas de la calle unos botes de refresco para luego echarles agua de la fuente del parque y pedir por ahí un poco de jabón. La verdad es que nos fue muy bien como la veían toda linda y con los ojos tristes los dueños de los automóviles se compadecían y soltaban más monedas de lo acostumbrado, sin importar que no limpiase bien los cristales.
Comimos unos tacos de tres por uno cincuenta afuera del metro Hidalgo que fue lo que nos quedó más cerca después de trabajar todo la mañana en el crucero de Reforma y Avenida Juárez frente a las oficinas de Excélsior.
— ¿Cómo te llamas? —pregunté mientras devoraba sus tacos pero no me contestó sólo me veía con sus ojos tristes. — Pues como no me respondes y de alguna forma te voy a llamar... déjame pensar... ¡eres la Llantitos! Pues si hasta pareces muñequita... sí, la Llantitos. Se sonrió para devorar sus tacos de tres por uno cincuenta.

En la noche llegamos a un registro de luz cerca de la Alameda Central donde toda la banda se reunía, pensé que lo mejor sería presentarles a la Llantitos para que si la veían por ahí no se fueran a querer pasar de vivos con ella. Cuando llegamos sólo estaba el Pitirijas con sus pantalones raídos y su playerita rayada que le quedaba arriba de su mugroso ombligo:
— Hola— le dije mientras acomodamos unos plásticos y periódicos.
— ¿Y ésta? — repasó con su mirada a la Llantitos.
— ¿Quién es? – repuso el Monstruo mientras bajaba las escaleras acompañado de la Role y del Caníbal.
— Es la Llantitos, me la encontré por ahí... como esta sola y yo también – contesté presurosa, con miedo; Monstruo podía ser violento si se lo proponía.
— Chale, ella no es como nosotros, vela bien, trae un buen vestido, su cabello se ve cuidadoso y límpido, sus cacles están nuevos —aspiró de su puño cerrado— qué tal si la anda buscando la policía, acuérdate de la madriza que le pusieron al Caníbal...
— Sí— repuso el moreno, la cicatriz que tenía a un lado de la oreja derecha, le hacía recordar— nada más porque un ruco me dijo que si lo acompañaba dispararía las tortas...
— Más bien quería tus tortas ¿no?— dijo la Role riendo pícara con un brillo especial, perdido, en sus hermosos ojos azules.
— Quién sabría que traiba la droga, nos cayó la polí y como me quería escapar que me dan en la cabeza— se acercó para que viéramos la marca de su vivencia, pero como notó que la Llantitos se le quedo viendo a su mano, siguió contando— me caí medio atolondrado, traté de resbalarme a una coladera, que pongo la mano en la orilla para jalarme y un pendejo que pisa la coladera y mi mano, pues... — nos mostró su muñón que parecía que lo habían dado una gran mordida, de ahí su mote.
— No quiero que se quede, nos puede traer problemas— señaló el Monstruo con los ojos un poco perdidos por el activo y su muñeca entre las manos.
— Pero Monstruo— repliqué en tono de súplica.
— Nada – dijo imperativo.
De pronto, sonó el ruido de un avión rompiendo el silencio de la noche, la Llantitos se levantó mientras en su rostro corrían una fila de lágrimas y balbuceó:
— Las almas van a Dios colgadas de las alas de los aviones.
¡Cómo lloró! El Monstruo al oír aquello, dijo que era un gran alucine y se fue a acostar junto con la Role. La Llantitos era parte de la banda.

La ciudad cambio, lo sé por que una vez parados en alguna calle del Centro fisgoneábamos tras una ventana del Café París imaginándonos los olores y sabores de los pastelillos, los helados, que probablemente teníamos alguien que nos cuidase. El Pitirijas pegaba su nariz a la vidriera y se le saltaban los ojos de hambre, la Llantitos y yo nos figurábamos embarradas de chocolate, con la barriga llena.
Había una escena que resaltaba de entre tantas fragancias y suculentos platillos, una mujer lloraba, lágrima tras lágrima, salando su expreso, intentaba guardar la compostura pero el dolor se salía de su cuerpo, clarito recuerdo ver la silla inflándose para hacerse más confortable, a la mesa suavizar su textura en el afán de una caricia de consuelo, en el florero unas rosas se balanceaban entonando una canción suave, divina. Una hoja de papel se arrugaba en sus manos que temblaban.
De pronto comenzó a llover a cántaros y el agua nos empapaba, pero estábamos como estáticos, clavados en el piso, no nos movíamos. La mujer sacó de su bolsa unas monedas y las dejó sobre la mesa, parecía que se movía en cámara lenta hasta salir. Con la lluvia escurrida dejó caer el papel mientras apretaba el paso. La Llantitos corrió por el papel, una vez en su mano lo estiraba:
— Es un telegrama —dijo.
— ¿Cómo sabes? — replique intrigada.
— Pues aquí dice, viene desde Francia.
— ¡Qué dice! – el Pitirijas impaciente brincaba con las manos colgadas.
— "Murió pidiendo le perdonaras por haberte amado tanto". La Llantitos alzó la vista al cielo, el ruido de un avión por primera vez no la hizo correr. Lloró. Fue la primera vez que supe que ella sabía leer.
Una madrugada mientras buscábamos dónde pasar la noche, por una de las veredas de la Alameda, un ciego platicaba en voz alta en la banca de un parque:
— Pues si como te iba diciendo, esta ciudad se está configurando. Todo comenzó un día que un tipo decidió juntar las lágrimas de la gente en un frasco, quería guardar la tristeza en un lugar, cuando veía a alguien llorando corría a ponerle el frasco para eliminar todo el dolor de la ciudad. Todo era parte de la gran conspiración. Decía que tenía un inquilino en su cabeza. Su vida se le iba en recoger lágrimas, no vivía para otra cosa que no fuese acumular lágrimas, su gran tesoro, era el dueño de los mayores dolores de esta ciudad, ¿quién podría comprar eso?
Nos sentamos para escucharlo sobre la senda principal de la Alameda, se veía deslavada su gabardina negra usada, pero no más que sus pantalones, era una gente de calle pero con clase, se le conocía en la forma de cruzar las piernas y sostener su bastón:
— Se le había olvidado llorar. Alto con el cabello crespo, vestido de negro y la soledad por amiga, así era él. Nadie entendía que su misión era ser el guardián de la congoja, regalando un poco de alivio al reunir cada gota en un envase de cristal. Amigo, ¿cómo puede el dolor más grande comprimirse en unas pocas moléculas de agua con sales?
La modulación de su voz, la suave calma que proveía la noche a la ciudad nos fueron envolviendo hasta transportarnos al país de las historias en un tiempo que pertenece a la gente de ensueño. El viento soplaba quejumbroso por entre los árboles desgajando el ordinario urbano hasta susurrarnos sus secretos; descubriéndose para nosotras y para el extraño invisible con el que platicaba sentado en la banca del parque.
— Caminaba con la nostalgia al lado y a la expectativa de algún sinsabor ajeno por las calles que ya le resultaban familiares, abrazando entre avenidas su frasco, sabiéndose en el extremo de la melancolía, dejado de los hilos del amor y con el poder de la tristeza atrapado en un envase a punto de llenarse.
Recorría del Eje Central a Avenida Chapultepec pasando por la Torre Latino, Salto del Agua, cerca de las oficinas centrales del Registro Civil, Avenida Cuauhtémoc; husmeaba entre las cantinas del Centro; La Mundial, Dos Naciones, hasta las de la colonia Roma; La Antigua Rambla o La Número 1; en busca de algún desolado y entequilado individuo que llorase alguna pena. Caminaba, caminaba hasta sentir en las piernas el dolor del exceso de caminar pero obtenía su recompensa, reunía varias lágrimas frente a Gayosso, sala de funerales cerca del Monumento a la Madre, su lugar preferido para descansar sus pies desechos y pasar horas observando a los niños correr tras un balón o a los brazos de mamá.
Un día como hoy por la tarde se concretó a pasear por Reforma, dio vueltas en el Ángel pensando hacer un viaje que tuviese un destino cualquiera, el caso era ir dónde fuera, lejos de la Ciudad de México, lejos de todas esas calles que conocía tanto. Intentó suspirar pero como siempre no pudo.
Se dirigió hacia la Zona Rosa por toda la lateral viendo gente pasar; a los nalgones payasitos callejeros, a los policletos, vendedores ambulantes, los emperifollados de los bancos, dos ancianos envueltos y desgastados por el largo recorrido de una vida juntos, los punketos, los guayayeros, los inmigrantes que no se hallan entre los edificios, los cruceros, las banquetas y uno que otro árbol. Un mar de personas, todos diferentes pero que se identifican en una gran mezcla: ser chilangos.
Casi en la esquina de Niza, literalmente, se estrelló piel con piel, tropezando al andar y malabareando para no tirar su enorme tesoro. Cayó de trasero. Después del desconcierto alzó la vista, el sol bajó su claridad cortándolo en mil pedazos. Ella estaba en el piso. El sendero llevaba a su olor haciendo ese instante perpetuo. Su mundo se paró. Ella no paraba de llorar:
— Lo siento, no me fijé — por primera vez no quiso abrir su frasco, esas lágrimas lo hacían colocarse en tierra firme, sin oír voces. — ¿Quién eres?
— No lo sé— respondió con un murmullo entre los labios que se escapaba sediento con las sombras de su pasado. Ella estaba tan sola. — Y ¿tú?
— Tampoco lo sé, pero si sé que tengo un inquilino en la cabeza que me hace andar por esta ciudad para guardar todas las lágrimas en este envase.
— ¿Quieres las mías?— repuso con los ojos desgastados.
— No lo sé... creo que no. Sus ojos disipaban cualquier engaño, tenían cada una de las fases de la luna marcada en el iris.
— ¿Haces algo más?— se secaba las lágrimas con la mano.
— Sí, de vez en cuando mi inquilino me permite tener algún sueño que sea de mi propiedad entonces me consumo entre melancolías frente algún espejo esperando por un suspiro.
— ¿Te gustan los suspiros?— preguntó con el esbozo de una sonrisa.
— Creo que sí, alguna vez debí haber suspirado pero hace tanto que está en el olvido.
— Es que... yo tengo muchos, los guardo en esta bolsa— levantó un pequeño morral a la vez que hacía para atrás su cabello.
— ¿Tú guardas suspiros?
— ¿Tú, lágrimas?
Soltaron una carcajada mientras se abrazaban como si sus manos nunca hubiesen abrazado. Se paró el mundo. Comenzaron a caminar pero ella se detuvo:
— ¿Quieres saber aún quién soy?
Él la besó y le dijo: — ¡No!
Se fueron tras la luna, uno vaciaba su frasco y ella su morral. Desde entonces sopla el viento en otra dirección y todas las mañanas hay una brisa que golpea suavemente los edificios de esta ciudad.
El ciego se levantó y bastón a tientas se alejó. Lo raro es que después el chasquido de unas alas rompió la quietud de la noche. La Llantitos lloraba a la par de mis suspiros que enredados nos cobijaron sobre esa banca resguardando nuestros sueños.

— Mira el atardecer— dijo señalando el cielo un día cualquiera— es triste como aquella tarde en que abrió la puerta y decidió morirse.
El crepúsculo se pronunciaba en el tiempo como la tristeza que lucía siempre su rostro de muñequilla rota, el ocaso le regalaba los tonos rosas de esas fantasías que jamás tuvimos.
— Él era alto, bien parecido, lo tenía todo; una esposa, dos hijas que lo adoraban pero eso no le importó. Se sentó en el comedor y comenzó a beber, copa tras copa, botella tras botella. Nada le importó. En las mañanas se levantaba temprano, se iba a trabajar con su gorra de piloto, siempre limpio. Al llegar a casa, siempre lo mismo: beber, beber, beber. Sólo quería morirse. Hasta que un día la salud le faltó y tendido en la cama seguía bebiendo. No se podía hacer ruido le molestaba a su cabeza. Una tarde como esta él decidió morirse... al fin una tarde como esta murió.
Soltó en llanto, su voz se apagaba poco a poco.
— Cuando le pregunté a mi mamá por él llorando me respondió: “Su alma va a Dios colgada de las alas de un avión”.
El Pitirijas llegó jadeando y nos dijo:
— Síganme— corrimos los tres hasta la esquina de Eje Central y la calle de Tacuba, había dos patrullas, los policías tenían en el suelo bocabajo al Monstruo con las manos esposadas, el Caníbal se les movía de un lado a otro tratando de escapar pero lo tenían acorralado contra la pared del edificio del Banco Nacional de México:
— Ahora sí ya te agarramos— le decía uno de los uniformados.
— ¡Quítenme a esta niña!— gritó uno de los guardias, la Llantitos le estaba mordiendo uno de los muslos, traté de quitársela de encima pero no podía.
— ¡Déjenme cabrones!— decía el Caníbal semiesposado y sudando por la lucha.
— ¡Ya estuvo!— vociferó el Monstruo y automáticamente la Llantitos soltó al policía, el Caníbal se dejo agarrar — Ni modo nos agarraron bien, les encargo a la Role, cuídenla mucho... Díganle que la quiero, que la voy a buscar— los subieron a la patrulla y se arrancaron. En la noche le platicamos lo sucedido a la Role que soltó el llanto mientras se agarraba la panza.
Meses después supimos que en la correccional el Monstruo, drogado, se cayó en el baño y que estaba muy grave, la Role dijo iba a verlo, se despidió de nosotros, no supimos nada más de ella, del Monstruo o del Caníbal.

Un mediodía, limpiábamos parabrisas en el cruce de Antonio Caso y Reforma, la Llantitos por ganar unas monedas más se bajo aprisa del cofre de un coche. Se escuchó un grito. Una motocicleta se perdía en la avenida. Tendida la Llantitos en su charco de sangre, el ruido de un avión le hizo levantar el brazo para desvanecerse. Alcé la vista y corrí con el llanto en los ojos mientras mi mano le decía adiós.

En toda mi vida nunca fui tan feliz como esa época en que la Llantitos estuvo conmigo. Desde entonces la Ciudad de México no es la misma, ni yo. Me hice mujer mientras la brisa, el viento y el ruido de los aviones hicieron de esta una ciudad semi —desierta, llena de historias chaladas, como aquellas que cuento en este periódico para ganarme la vida... ¿El Pitirijas? Esa es otra historia.

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Ilustraciones de Alma de Juguete por: Enrique Zaragoza

Este soy yo...

DE MI han dicho...Nació envuelto en la terrible sospecha del ser humano —él siempre quiso ser árbol, águila o imagen tras el espejo— un 13 de diciembre de 1972, en la ciudad más avasallante y más hermosa del mundo: el Distrito Federal.Desde pequeño creció con lunas en los dedos e ideas itinerantes colgando del cabello, ávido lector de tiras cómicas y de cuentos infantiles permitió a los seres mágicos, divinos y leviatanes arrullarse en su cama tras el profundo canto de las sirenas.Creció, y mientras decidía que hacer de su vida, en cada luna llena besaba las almohadas imaginando al amor de su vida. Por fin, una mañana decidió estudiar derecho, algo que le salió muy chueco porque abandonó la carrera para estudiar periodismo, dando por concluidos tales estudios en el PART, a la vez que rocanroleaba como oso en brama tras una batería.Años más tarde decidió llevar la música en sus adentros y trabajo como negro en la redacción del departamento de cultura de Radio Educación (de vez en cuando se aventaba un palomazo como productor del programa “Su casa y otros viajes”), todo esto sucedía mientras estudiaba un diplomado de Literatura y Periodismo en Casa LAMM. Las letras —aún las de pago— siempre le han perseguido, al igual que la radio, por tanto, trabajo como productor de la serie “Impulso Humano” en Radio Universidad, no sin antes pasar por la Subdirección de Logística Informativa del GDF, algunas agencias de publicidad y la coordinación de medios de IH, A.C.Por fin, el 12 de noviembre del 2005, su destino le alcanzó y se puso a escribir como secretaria ejecutiva después de una huelga, y dio a luz a varios chamacos, y con el único fin de darle de comer a su prole, actualmente se dedica al desarrollo de documentación administrativa para diferentes empresas y alguno que otro trabajo de producción en audio (es cierto, en México vivir de las letras, que no sean de pago, está de la China Hada).Por cierto, el nombre de sus chamacos son:* El eterno idilio entre las mariposas y las hormigas, 2007.* La caída de la luna, 2006. Noveleta rosa.* Alma de juguete (anhelos para el niño que nunca debiéramos olvidar), 2006. Cuentos ¿infantiles?* Egomanias y la Llantitos (cuento – lógia), 2006. Recopilación de 20 años de cuentos darkys y existenciales.La mayor parte de las veces me llaman ¡Hijo de la chingada! ¡o de tu madre!, bueno, la mía... aunque últimamente me he aficionado a ese término tan común y que sólo me sabe si proviene de sus labios y que juntos creemos es para toda la vida (chance y para algunas más).En fin, que de mi la gente puede decir todo y a la vez nada, tengo muchos nombres, lo cierto es que tengo buen corazón aunque lo disfrace de mil y un calamidades...

Rolas de la banda "Nívola_Cría Cuervos" (Quintanar/Vargas/ Cruz)