Innegable, la fortuna toca pocas veces a la puerta -dijo sin miramientos mientras recogía su pelo negro- y la impaciencia es una cualidad del hombre moderno, ahora tan falto de tiempo o de huevos.
Sonreía frente al espejo, coqueta con su imagen, dibujado en el iris siempre tenía el signo de interrogación, y sensual trataba de borrarlo pero su inquieta alma siempre le trazaba la próxima cuestión. Algo era muy cierto, le encantaba ir adelante, no sabemos de la vida, pero sí, adelante de los demás. Lo más curioso: se preguntaba de todo, aquello, de esto, de lo cercano, la certeza y la aspereza de la vida, de su corazón, del paso de los años, pero jamás se preguntaba sobre sus lunares, sobre la piel terciopelo que cubría su cuerpo. Ella era feliz, y eso es lo que le importaba.
Un día, mientras caminaba por el Distrito II, cerca del Parque Cementerio San Pedro se le acercó un hombre de mediana edad: -Disculpe, ¿usted sabe la ubicación del Mausoleo del General José Santos Zelaya López? - Sí -dijo señalando a su izquierda como traspasando en el aire el arco soportado por las columnas y las rejas-. Iba a continuar la explicación, pero el profundo color miel de los ojos de ese hombre le detuvieron, le parecía familiar: -Disculpe, ¿lo conozco?
- Imposible señorita, yo no soy de esta tierra, vengo de paso, así como pasa el aire entre los árboles. Pero créame hubiese sido un placer haberle conocido en algún momento de mi vida.
Su cuerpo parecía latir en cada uno de sus poros, y con gran dificultad le explicó a ese extraño la manera de llegar al Mausoleo. Llena de tintes y raras sensaciones, observó como se alejaba perdiéndose entre las lozas del camino, dejando en el ámbiente un suave olor a almendras.
Ella tenía mil cosas por hacer: realizar pagos, pasar a la tintorería, y comprar algún libro que le llamase la atención. Apresuró el paso y decidió dejar de "lado las raras sensaciones". El reloj marcaba pasadas las cuatro de la tarde cuando entró en la librería, pasó de largo los best seller's y se dirigió al estante rotulado "poesía", después de repasarlo con la mirada se alcanzó uno de pastas amate titulado: "Historias que no debiésemos olvidar". Con cuidado lo abrió, comenzó a leer, absorta se detuvo en la página nueve:
"Y si en tu cuerpo se dibujan,
cual vestigios de una vieja espina los lunares,
es que alguien tuvo la paciencia de hacerte florecer entre sus manos:
rosa pálida de amor..."
Impávida dejó caer el librillo y cruzó -como los ángeles cruzan el abismo- el infierno de los libros. Paso a paso, todo le daba vueltas, el sol apuntaba el atardecer y ella tenía prisa por llegar. No podía creer lo que le estaba sucediendo: ella no creía en esas pendejadas, no podía, no debía. Cruzó el arco de columnas rosas, el enrejado negro, y temblorosa vió de frente el Mausoleo, nunca le había parecido tan... el aire ligero, que anunciaba la caída del sol, le detuvo en sus pensamientos, un papel a la orilla de la base amenazaba con volar, curiosa interrumpió el anunciado vuelo, y papel en mano, se permitió vivir esas "extrañas sensaciones" a la vez que leía: -"Por la resurrección del recuerdo..."-
Atribulada, volteó en todas direcciones, no sabía qué buscaba, y más aún, no sabía si quería encontrarlo. Molesta y desesperada abandonó el Parque Cementerio San Pedro. Por primera vez en su vida no entendía lo que le pedía su cuerpo ni el lenguaje que utilizaba, sólo sabía que aquello que decía parecía como un grito ahogado. Al doblar en una esquina, sentado en el resquicio de una puerta, reconoció al extraño de ojos color miel profundo, se veía sereno, tranquilo. No entendía por qué lo había buscado y sin pensarlo se vió frente a él: -Oiga -dijo temerosa-. Oiga -y le sacudió por los hombros-. Él resbaló hasta el piso. Alarmada, tomó su muñeca, sin mayor resultado que el silencio del corazón de ese visitante de ojos miel. Todo se sucedió rápido, sus gritos, la llegada de la policía, su declaración sobre la muerte del desconocido, y la llave en el ojillo de la cerradura que abría las puertas de su casa. Se desvistió para tomar una ducha: había sido una tarde fuera de lo normal, y ella sólo quería descansar. Secó su cuerpo sin asimilar, aún, las vivencias de ese día. Con la toalla enredada sobre el cuerpo se vio en el espejo, miró aquellos lunares sobre su pecho y recordó las manchas en la palma de la mano de ese extraño. Sí las había visto mientras le tomaba el pulso, cayó de hinojos en el piso, a la vez que caían sus lágrimas sobre su seno, y recordó:
"Y si en tu cuerpo se dibujan,
cual vestigios de una vieja espina los lunares,
es que alguien tuvo la paciencia de hacerte florecer entre sus manos:
rosa pálida de amor.
Y le verás con las marcas
de tocarte,
aún sabiendo que a cada caricia le sigue el dolor,
rosa pálida,
de espinarse con tu amor."
Sonreía frente al espejo, coqueta con su imagen, dibujado en el iris siempre tenía el signo de interrogación, y sensual trataba de borrarlo pero su inquieta alma siempre le trazaba la próxima cuestión. Algo era muy cierto, le encantaba ir adelante, no sabemos de la vida, pero sí, adelante de los demás. Lo más curioso: se preguntaba de todo, aquello, de esto, de lo cercano, la certeza y la aspereza de la vida, de su corazón, del paso de los años, pero jamás se preguntaba sobre sus lunares, sobre la piel terciopelo que cubría su cuerpo. Ella era feliz, y eso es lo que le importaba.
Un día, mientras caminaba por el Distrito II, cerca del Parque Cementerio San Pedro se le acercó un hombre de mediana edad: -Disculpe, ¿usted sabe la ubicación del Mausoleo del General José Santos Zelaya López? - Sí -dijo señalando a su izquierda como traspasando en el aire el arco soportado por las columnas y las rejas-. Iba a continuar la explicación, pero el profundo color miel de los ojos de ese hombre le detuvieron, le parecía familiar: -Disculpe, ¿lo conozco?
- Imposible señorita, yo no soy de esta tierra, vengo de paso, así como pasa el aire entre los árboles. Pero créame hubiese sido un placer haberle conocido en algún momento de mi vida.
Su cuerpo parecía latir en cada uno de sus poros, y con gran dificultad le explicó a ese extraño la manera de llegar al Mausoleo. Llena de tintes y raras sensaciones, observó como se alejaba perdiéndose entre las lozas del camino, dejando en el ámbiente un suave olor a almendras.
Ella tenía mil cosas por hacer: realizar pagos, pasar a la tintorería, y comprar algún libro que le llamase la atención. Apresuró el paso y decidió dejar de "lado las raras sensaciones". El reloj marcaba pasadas las cuatro de la tarde cuando entró en la librería, pasó de largo los best seller's y se dirigió al estante rotulado "poesía", después de repasarlo con la mirada se alcanzó uno de pastas amate titulado: "Historias que no debiésemos olvidar". Con cuidado lo abrió, comenzó a leer, absorta se detuvo en la página nueve:
"Y si en tu cuerpo se dibujan,
cual vestigios de una vieja espina los lunares,
es que alguien tuvo la paciencia de hacerte florecer entre sus manos:
rosa pálida de amor..."
Impávida dejó caer el librillo y cruzó -como los ángeles cruzan el abismo- el infierno de los libros. Paso a paso, todo le daba vueltas, el sol apuntaba el atardecer y ella tenía prisa por llegar. No podía creer lo que le estaba sucediendo: ella no creía en esas pendejadas, no podía, no debía. Cruzó el arco de columnas rosas, el enrejado negro, y temblorosa vió de frente el Mausoleo, nunca le había parecido tan... el aire ligero, que anunciaba la caída del sol, le detuvo en sus pensamientos, un papel a la orilla de la base amenazaba con volar, curiosa interrumpió el anunciado vuelo, y papel en mano, se permitió vivir esas "extrañas sensaciones" a la vez que leía: -"Por la resurrección del recuerdo..."-
Atribulada, volteó en todas direcciones, no sabía qué buscaba, y más aún, no sabía si quería encontrarlo. Molesta y desesperada abandonó el Parque Cementerio San Pedro. Por primera vez en su vida no entendía lo que le pedía su cuerpo ni el lenguaje que utilizaba, sólo sabía que aquello que decía parecía como un grito ahogado. Al doblar en una esquina, sentado en el resquicio de una puerta, reconoció al extraño de ojos color miel profundo, se veía sereno, tranquilo. No entendía por qué lo había buscado y sin pensarlo se vió frente a él: -Oiga -dijo temerosa-. Oiga -y le sacudió por los hombros-. Él resbaló hasta el piso. Alarmada, tomó su muñeca, sin mayor resultado que el silencio del corazón de ese visitante de ojos miel. Todo se sucedió rápido, sus gritos, la llegada de la policía, su declaración sobre la muerte del desconocido, y la llave en el ojillo de la cerradura que abría las puertas de su casa. Se desvistió para tomar una ducha: había sido una tarde fuera de lo normal, y ella sólo quería descansar. Secó su cuerpo sin asimilar, aún, las vivencias de ese día. Con la toalla enredada sobre el cuerpo se vio en el espejo, miró aquellos lunares sobre su pecho y recordó las manchas en la palma de la mano de ese extraño. Sí las había visto mientras le tomaba el pulso, cayó de hinojos en el piso, a la vez que caían sus lágrimas sobre su seno, y recordó:
"Y si en tu cuerpo se dibujan,
cual vestigios de una vieja espina los lunares,
es que alguien tuvo la paciencia de hacerte florecer entre sus manos:
rosa pálida de amor.
Y le verás con las marcas
de tocarte,
aún sabiendo que a cada caricia le sigue el dolor,
rosa pálida,
de espinarse con tu amor."
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