“Un día élla se despertó y se supo enamorada, un día él despertó y estaba enamorado… él, dejó la armadura de sal al lado de la cama, corrió por un balde de agua, con cuidado metió cada pieza de su viejo traje, compañero de tantas batallas, hasta disolverlo lentamente, filtró el agua con un paño que puso a secar al sol. En la noche comenzó a escribir miles de historias con la sal de su ya inexistente armadura…
Élla, sin saber la razón, sacó de bajo su almohada su último sueño de amor, aquel que tuvo antes de decidir desconectarse del mundo rosa que creaba cuando el sentimiento se agolpaba en el pecho, se estremecían sus manos y le recorría una especie de letargo que hacía su viaje entre las nubes más placentero. Tomó entre sus manos ese sueño y lo apretó con fuerza a su pecho mientras escuchaba el canto de su pequeña sirena, que entonaba canciones de amor aprendidas, dejadas y olvidadas y que tal vez, únicamente ella recordaba.
Él terminó de escribir, abrió la puerta de su casa y encontró sobre el pavimento un rastro de hermosas flores amarillas. Tomo lo que había escrito y fue siguiendo el camino a la vez que recogía cada uno de aquellos botones prendidos en el asfalto. El rastro se extinguía frente a una puerta, con su ramo improvisado decidió tocar pero la puerta se abrió subitamente. ¡No lo podía creer era élla!
Élla, al verlo, quedó enmudecida. ¡No lo podía creer era él!... ambos se perdieron en los ojos del otro mientras el tiempo corría indeciso como hoy, [a lo mejor estaba dispuesto a ser mañana] y cuando por fin decidieron hablar dijeron al unísono: ¡Te soñé! Rieron y se sentaron a la orilla de la banqueta, platicaron de su sueño, intercambiaron las flores amarillas y el sueño rosa. El tiempo seguía implacable y se hicieron viejos, al termino de la plática se dieron cuenta que habían pasado su vida juntos, cómo en su sueño: ese que los hizo despertarse, un día, enamorados para siempre”.
- ¡Wau! Qué bonita historia –dijo élla abrazándolo con fuerza y acercándose hasta tenerlo de frente-.
- Sí, verdad, pero eso sólo pasa en los cuentos llenos de magia con sabor a sal –él, la beso tiernamente y con una caricia acomodaba una flor amarilla sobre su oído cerca de su pelo cano. Élla acariciaba lentamente las arrugas en el pecho de él, que llevaba tatuado un sueño rosa justo en el corazón mientras la olas rompían serenas con la caída de la luna-.
Élla, sin saber la razón, sacó de bajo su almohada su último sueño de amor, aquel que tuvo antes de decidir desconectarse del mundo rosa que creaba cuando el sentimiento se agolpaba en el pecho, se estremecían sus manos y le recorría una especie de letargo que hacía su viaje entre las nubes más placentero. Tomó entre sus manos ese sueño y lo apretó con fuerza a su pecho mientras escuchaba el canto de su pequeña sirena, que entonaba canciones de amor aprendidas, dejadas y olvidadas y que tal vez, únicamente ella recordaba.
Él terminó de escribir, abrió la puerta de su casa y encontró sobre el pavimento un rastro de hermosas flores amarillas. Tomo lo que había escrito y fue siguiendo el camino a la vez que recogía cada uno de aquellos botones prendidos en el asfalto. El rastro se extinguía frente a una puerta, con su ramo improvisado decidió tocar pero la puerta se abrió subitamente. ¡No lo podía creer era élla!
Élla, al verlo, quedó enmudecida. ¡No lo podía creer era él!... ambos se perdieron en los ojos del otro mientras el tiempo corría indeciso como hoy, [a lo mejor estaba dispuesto a ser mañana] y cuando por fin decidieron hablar dijeron al unísono: ¡Te soñé! Rieron y se sentaron a la orilla de la banqueta, platicaron de su sueño, intercambiaron las flores amarillas y el sueño rosa. El tiempo seguía implacable y se hicieron viejos, al termino de la plática se dieron cuenta que habían pasado su vida juntos, cómo en su sueño: ese que los hizo despertarse, un día, enamorados para siempre”.
- ¡Wau! Qué bonita historia –dijo élla abrazándolo con fuerza y acercándose hasta tenerlo de frente-.
- Sí, verdad, pero eso sólo pasa en los cuentos llenos de magia con sabor a sal –él, la beso tiernamente y con una caricia acomodaba una flor amarilla sobre su oído cerca de su pelo cano. Élla acariciaba lentamente las arrugas en el pecho de él, que llevaba tatuado un sueño rosa justo en el corazón mientras la olas rompían serenas con la caída de la luna-.
Texto: Heriberto Cruz
Dibujo: Enrique Zaragoza
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