¿Quién puede designar al matador sino la bala perdida de los últimos sueños?
¿Quién pierde la memoria en el fútil intento de evocar los pasos extraviados?
¿Quién usa la marejada de palabras encerradas en los poemas vacíos y baratos para enamorar?
¿Quién se retuerce sobre su propia tumba llena de orquídeas salvajes, vomitando su propio veneno?
¿Quién se almidona la camisa de cuello de blanco para patinar sobre el hielo seco de la cotidianidad?
¿Quién se roba la azúcar de los ritos amorosos y la carga sobre el hombro para llegar a casa y alimentar a los hijos robados de su propia consciencia?
¿Quién desatina, afina la puntería y rompe un corazón sin tronar los huesos?
¿Quién ama hasta la médula de la osamenta de la novia enterrada bajo los días grises, las nubes negras y el destino hueco que pisamos en la vida?
¿Quién se lleva las manos a las bolsas y regala las migajas de esta existencia inherente, unívoca, mediática y devaluada?
¿Quién al cerrar la puerta, mueve las jambas como pastas de libros viejos y olorosos?
¿Quién puebla el mundo de seres advenedizos y crocantes, de muelles y castillos, de flores y pavimento?
¿Quién encerrado en la luna esconde la verdad en los cráteres para mentirse a diario, para saberse, al menos mediano?
¿Quién se mide con la misma distancia que recorre la verga sobre la mano?
¿Quién deposita los huevos pensando en gallinas de oro?
¿Quién se evade, se pinta y se almuerza en los días de arco iris pardos, mientras lee el periódico del pasado lustro?
¿Quién vive y se mancilla, entre oraciones y vocablos, entre los huesos no rotos del cordero, entre el trinche del rojo, entre él y su imagen en el espejo?
¿Quién? -preguntó el poeta antes de que el proyectil le destrozara la cabeza-.
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